Circulan por Redes Sociales videos entretenidos y un tanto malandras sobre viejas gringas bajándose de la 4x4, en shorts, sin mascarillas –no creen en ellas, de la misma forma que no creen en las vacunas–, reclamando su Derecho a hablar estupideces consagrado por la Primera Enmienda norteamericana toda vez que a alguien se le ocurre desconocer la letra chica de una ley intrascendente. Ellas reclaman su derecho a hablar con el “manager” y el vocabulario PC (políticamente correcto, no confundir con Partido Comunista) les da risa. Votaron por Donald Trump y lo harían de nuevo y una y otra vez. Y no pertenecen al llamado mundo White trash clásico “sólo” porque no viven en una casa rodante: lo hacen emplazadas en 800 metros cuadrados de los suburbios, con la cocina igualmente enchulada y enchufada en el living –toda la casa huele a tocino frito–, chimenea de plástico y ventiladores dorados engalanando arañas de falso cristal murano. Las llaman Karen. Un humorista dijo hace años “Todos tenemos en nuestro grupo la amiga que todos odiamos, típico que se llama Karen”.
En Chile no hay primera enmienda constitucional que garantice las libertades de las y los ciudadanos, ni tampoco hay una verdadera clase media tan amplia y espesa que permita la coexistencia de gente muy facha, gente intermedia y gente académica de aspiraciones intelectuales y artísticas, pero con idéntico poder adquisitivo. El país es en verdad pobre, vivir en una casita con terreno en los peladeros de Colina o alguna casa minúscula de Vitacura ya permite escalar y hacer alardes de distinción, nobleza y elegancia. Esta artificial tríada ha permitido el surgimiento de nuestra propia versión de la Karen gringa, solo que en su estrato prácticamente son todas iguales. Es decir, casi todas son Karen. Quienes aspiran a algo más que no sea parecerse a la rubia de mechas teñidas de la casa con mansarda y vidrios termopanel de enfrente se enchufan, por ejemplo, en comunidades ecológicas de solidez educacional Waldorf o en proyectos de restauración de casonas tipo Bauhaus o de calle Seminario repleta de flores de azahar, dalias y rododendros en el impactante jardín consolidado. El aire huele a feliz vida de barrio y a polen. De ellas no hablaremos, son cuicas, sí, pero no Karen.
La gran diferencia entre una Karen gringa y el sucedáneo criollo –Verónica, Patricia, Alejandra, Virginia, Soledad, típicos nombres Karen chilensis– es que la de acá no sabe que puede decir lo que quiera así, a buenas y primeras, por tanto, a ojos no cabrones como el mío, se mantienen piola. A no ser que sean mujer de milico o paco, sobre ello más tarde. Por otro lado, está la ladinería típica de inspiración mariana, porque como varias pasaron por algún rito, colegio o agrupación católica, tienden a los buenos modales, y eso hasta por ahí no más. Una buena Karen anda de cafecito en cafecito hablando estupideces con las amigas descerebradas y sus arrugas invisibles gracias al relleno de ácido hialurónico, y como es clienta frecuente ha establecido profundos vínculos espirituales con el que le acarrea su café en su Mokka del Parque Arauco. El que le tiñe el pelo (a domicilio en época de pandemia) es el amigo Gay del que parlotea todo el día y de quien se siente orgullosísima porque está de acuerdo con ella respecto al Rechazo, la oposición total al matrimonio igualitario y al alarde constante sobre fundos inexistentes usurpados durante la sucia UP, que es el sustento teórico de la noble estirpe a la que ambos dicen pertenecer por obra y gracia de la naturaleza. Al menos el peluquero gana plata mientras le reparte Rubio 9/11 con olor a meados podridos a la Karen y sus delirios escandinavos.
¿Quiénes son?
No necesariamente las más odiadas del grupo de amigos (suelen reunirse con puros símiles) pero sí por la opinión pública. Están las clásicas: señoras de cartera Longchamp y foulard al cuello, de esas que mandan “cariños” en el mail, normalmente redactado en letras mayúsculas y decorado con un precioso Gif. Si uno se topa con un Rottweiler suelto en el Parque Bicentenario, un Fila Brasileño o un Mastín Napolitano, es casi seguro que su propietaria es la “Ceci”, la “Piti”, la “Vero”, la “Juli” o la “Coca”. “Pero si el perrito no hace nada, ven para acá, no seas pesado con el lolo” corean amablemente, pero frente a la más mínima queja del afectado: “¿Y por qué no te vas tú de aquí, estúpido, alaraco, imbécil?”. La verdadera esencia. “Llama al guardia si quieres, resentido”. En su mayoría abrumadora bajas, en invierno usan polar Patagonia o Chaqueta puffer (jamás Canada Goose, marca conquistada por el counterfeit de Patronato), y un perfume tipo Tresor, D&G Light Blue o el olor a naranja del champú en espuma sin enjuague Ouai de Panache, el mismo de Kim Kardashian pero que a la Karen local le regalaron para la pascua. Estas Karen son las clásicas viejas cuicas chilenas que pelan a la que se compra la Louis Vuitton y el Mercedes del año, “Uy, mira que rasca”, aunque en realidad se retuercen de envidia.
La Karen señora de milico o paco (Johanna, Ivonne, Marcela, Gladys), de pelo ultra-mega-planchado, transita por un mundo de limpieza y buenos olores también, lo que no quiere decir las marcas citadas arriba, más bien cera para pisos rojos (de flexit), Poet para las baldosas, desodorantes ambientales y una ira constante que la impele a vociferar que ella es nada menos que “mujer de funcionario”. Esto ocurre cuando, por ejemplo, el de la fiambrería del Líder asume de ella lo incorrecto, y claro, rebana la mortadela lisa en modo “visitas”. Orgullosa camina por el supermercado a sus anchas: gracias a que su marido es carga del presupuesto nacional ella se puede permitir salchichón, huevitos, un buen Misiones de Rengo y frutos secos para no arruinar prematuramente la dieta aprendida en el matinal y enseñada por su mejor amiga, otra Karen (Doggenweiler) o en el peor de los casos su segunda mejor amiga, Raquel Argandoña (perennial Karen). Argentina tiene a Susana Giménez dictando cátedra desde hace décadas. En tiempos pre-pandemia, esta Karen le exigía al “niño” de los empaques que le acarreara todo al Tucson –500 pesos de propina– que ella había decorado a punta de pañitos de crochet, cojines y una pila de juguetes a fin de justificar su propia presencia al interior del auto. Ojalá le sacaran un parte ¡Ojalá! El marido está acostumbrado a su letanía chillona en casos de extrema necesidad en ruta donde ella sabe cómo tirar bien de los hilos verdes.
Dónde encontrarlas
Las Karen de clase alta chilena (media baja/media alta gringa) se deslizan por superficies limpias y sin límites, bueno, en realidad bastante limitadas. Si llegan a ir al centro lo hacen en Providencia y sólo para vitrinear de mala gana baratijas en el Costanera, donde la Pandemia ha deslucido las otrora resplandecientes vitrinas con la presencia de tanto “picante” en desconfinamiento y la ausencia de turistas. “¿Qué cresta le ven estos flaites al H&M?” Se preguntan con insalvable lejanía desde la puerta de Zara o Mango. Pero la norma es: Parque Arauco, “El Alto”, Portal de la Dehesa, Borde Río, misa. Y desde luego el Parque Bicentenario donde hacen lo que se les viene en gana. Algo típico de estas viejas es aullar como chacales cuando alguien tiene el atrevimiento de desconocer su presencia en la fila del Fork o alguna tienda del Casa Costanera. “Oye, sí, a ti te hablo, yo estaba acá primero, ¿te fijas?”. Da igual que uno ofrezca mil disculpas: la mecha corta de la Karen criolla fue encendida y se necesitarán muchos descuentos para devolverla a su estado natural. Es como el Vesubio o el Villarrica, tranquilita, tranquilita te quiero ver. Siempre están pendientes de que la cartera esté puesta hacia el lado correcto donde la masa fea y mediocre –o sea, sus amigas queridas– pueda identificar claramente “Michael Kors”, “Versace Jeans” o “Prüne”.
Lo peor que le puede pasar a una Karen Chilena es estar dentro de una boutique y una despistada les pregunte “Disculpa, ¿cuánto cuesta esto?”. Los divanes se repletan de autoestimas destrozadas por ese duro tratamiento.
Algo raro martillea en la cabeza de la Karen señora de milico o paco que la impulsa a quitarse la mascarilla en plena calle, en la fila y, claro, decide tomarse su café y fumarse el cigarro. “¿¿Es ilegal?? ¡Dime! ¿¿Dónde dice que es ilegal??” espeta cuando un cófrade de multitienda o banco tiene la idea e intención de poner mala cara. Este tipo de Karen es más agresiva y tampoco debe necesariamente estar emparentada con milicos para sacar al monstruo que lleva dentro. Común y normal en ella es salir a andar en bicicleta por la senda peatonal, rasgar vestiduras y no dar el brazo a torcer cuando se topa con un peatón y, en cambio, saca el teléfono del bolsillo amenazando con una funa pública y los ya clásicos “te voy a cagar huevón, no sabís con quién te estai metiendo”. O en el aeropuerto, montando show, pretendiendo facturar equipaje por el cual no ha pagado la suma correspondiente. Y sí, también las hay jóvenes, muuuy jóvenes, mozas de piel rubicunda ignorantes aún de las bondades del Retinol y la Vitamina C, como la chica descerebrada que armó el escándalo, también en el aeropuerto, que le hacía recomendaciones cochinas a la Van Rysselberghe para acto seguido espetarle a personal de la Dirección General de Aeronáutica Civil: “!!!Yo soy hija de un General!!!”. Triste.
Ideas políticas
En el espectro alto, son abrumadoramente fachas. Le lamerían el culo a Piñera y no van a la manifestación por el Rechazo únicamente porque en Benetton escucharon a dos señoras “bien” (no necesariamente Karen, de hecho, probablemente lo opuesto) decir que eso es “lo más rasca que hay, te imaginas, ahí en la calle, me muero”. En el espectro bajo en cambio…
… En el espectro bajo hay más variedad, pero todas mantienen una reserva permanente de cólera guardada en alguna parte del organismo. Como los camellos y sus reservorios naturales. Entonces aparece la Karen que defiende al Gobierno a punta de insultos y su contraparte, la Karen “feminista” que se refiere al Gobierno, bueno, a punta de insultos. A veces son capaces de lanzar una patada, un mordisco o una piedra, desinflar un neumático o romper algo inerte del Parque Forestal.
¿Una lucha sin sentido?
Como decía Dane Cook, ese saco de pesadez (bag of douche) llamado Karen aparece en cualquier grupo de amigas o amigos y es profundamente detestado. Pero como en Chile las castas sociales son inamovibles, es difícil sino imposible hallar una Karen pituca entablando amistad con una Karen señora de milico o paco. ¿Su participación en el resto de las organizaciones fraternales de la Sociedad Civil? Casi nula. A veces aparecen así, de la nada, dando un brinco por encima de la brecha ideológica con su conocido salto mortal con pirueta hacia adelante. Entonces uno debe oír todo tipo de disparates.
Si la discusión barrial –en vivo o Zoom– versa respecto a cómo vamos a ayudar a la comunidad empobrecida producto de la pandemia, es necesario oír la opinión de las Karen que explican que esa gente “se lo tiene bien merecido, cada quien se rasca con sus propias uñas, ¡Que trabajen!”. Ni siquiera son capaces de hacer “click” con la vecina elegante que propone comprar pan a 4 mil pesos el kilo en la panadería masamadre regentada por otro cuico y su aire despreocupado: la Karen se mantiene inconmovible, uno obtiene en la vida eso para lo cual aspiró. Ni un milímetro menos, ni una microscópica pizca de más. Y ahora permiso que tengo una reunión urgente, o lo que es igual: hacerse las uñas, organizar las especias de acuerdo al orden del alfabeto, sacar a pasear al perro (sin correa), meterse en discusiones estúpidas vía WhatsApp, echarle sal a la sopa del marido con hipertensión arterial, burlarse de la repitencia del hijo mayor de la mejor amiga (vía Facebook, pero con comentarios tiernos repletos de “bendiciones”), y un larguísimo e insoportable etcétera. La desgracia ajena alimenta el alma de la Karen y nosotros debemos convivir con su impresionante alegría, repartida a los cuatro vientos. Ojo ahí.
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